Carta a su enemigo
En
el ocaso de su vida el comandante John Campbell, estaba sentado en su despacho,
en su casa de Strachur, Escocia, las arrugas surcaban su rostro y su cabello
estaba teñido de blanco. Miraba a través de un gran ventanal a la izquierda de
la robusta mesa que presidía su despacho, con la mirada perdida, ensimismado en
sus pensamientos. Había tenido una larga y excitante vida, pero en sus últimos
años, algo se le venía insistentemente a la cabeza y no era otra cosa que la
batalla de Pensacola.
–Malditos perros españoles y maldito por
siempre Bernardo de Gálvez. –masculló.
–Señor, ¿me ha llamado? –preguntó su
sirvienta asomándose a la puerta, era mulata, de unos treinta y cinco años,
bella aunque en su rostro se reflejaba la dura vida que había tenido, su
uniforme era negro con delantal y cofia blancos, llevaba un plumero en la mano.
–No,
retírate. –le espetó malhumorado.
Cogió
su pluma y se dispuso a escribir:
Odiado bastardo Gálvez,
Pensacola fue mi desgracia, mis esfuerzos en sacar adelante el envenenado encargo que recibí fueron
en vano, allí viví la peor etapa de mi vida, sin dinero, sin medios, sin buques
ni efectivos suficientes y sabiendo que no obtendría ayuda, aún así, jamás
pensé que un loco suicida pondría en riesgo su propio pellejo y el de su flota
como hizo vuestra merced. Estaba convencido que resistiríamos, venía un huracán
y sus buques tendrían que resguardarse… Pero en cuanto lo vi aproximarse sentí
que era el fin.
Su victoria fue mi desdicha, el resto de mi vida la he pasado intentando restablecer el honor
perdido y como comprenderá, que un cuadro con su repugnante rostro cuelgue del
congreso americano para recordar siempre esa maldita batalla como crucial en la
victoria de la guerra de independencia de las colonias de América no es algo
que me agrade ni que me haga especial ilusión.
Mis cuartos me ha costado, pagando a espías, rufianes y malhechores,
pero finalmente el cuadro que usted envió lo interceptaron y llegó a mis manos,
yo mismo lo quemé y sus cenizas esparcidas por el viento son la metáfora perfecta de su gesta, que se
perderá para siempre y caerá en el olvido.
Brindé el día de su
muerte con mi mejor whisky y brindo hoy al recordar y saber que murió sin el
reconocimiento americano prometido, creyendo que había caído en el olvido y que los
desagradecidos y traidores americanos creyeron que vuestra merced había
rechazado su absurdo homenaje.
Esta es mi venganza, no
es suficiente, pero es la que es.
John Campbell
Brindó
al aire ceremonioso y bebió un trago de su vaso de whisky, releyó lo escrito,
sonrió con malicia, se levantó lentamente y se acercó a la chimenea, quemó la
carta recordando como unos años atrás quemó aquel cuadro.
FIN